Rompecabezas

Rompecabezas
Así se forma el conjunto, uniendo, como en la música, el silencio con el sonido o, como en poesía, la ingeniería con el verso. (Despedida)

jueves, 18 de septiembre de 2014

Crónica de una muerte anunciada



CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA.

TEXTO 1

EL DÍA QUE lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana
para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba
un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue
feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada
de pájaros. «Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero, su madre,
evocando 27 años después los pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana
anterior había soñado que iba solo en un avión de papel de estaño que volaba
sin tropezar por entre los almendros», me dijo. Tenía una reputación muy bien
ganada de intérprete certera de los sueños ajenos, siempre que se los contaran
en ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños
de su hijo, ni en los otros sueños con árboles que él le había contado en las
mañanas que precedieron a su muerte.
Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio. Había dormido poco y
mal, sin quitarse la ropa, y despertó con dolor de cabeza y con un sedimento de
estribo de cobre en el paladar, y los interpretó como estragos naturales de la
parranda de bodas que se había prolongado hasta después de la medianoche.
Más aún: las muchas personas que encontró desde que salió de su casa a las
6.05 hasta que fue destazado como un cerdo una hora después, lo recordaban
un poco soñoliento pero de buen humor, y a todos les comentó de un modo
casual que era un día muy hermoso.



Gabriel García Márquez



TEXTO 2

   Bayardo San Román no entró, sino que empujó con suavidad a su esposa hacia el interior de la casa, sin decir una palabra. Después besó a Pura Vicario en la mejilla y le
habló con una voz de muy hondo desaliento pero con mucha ternura.
   -Gracias por todo, madre -le dijo-. Usted es una santa.
   Sólo Pura Vicario supo lo que hizo en las dos horas siguientes, y se fue a la muerte con su secreto. «Lo único que recuerdo es que me sostenía por el pelo con una mano y me golpeaba con la otra con tanta rabia que pensé que me iba a matar», me contó Ángela Vicario. Pero hasta eso lo hizo con tanto sigilo, que su marido y sus hijas mayores, dormidos en los otros cuartos, no se enteraron de nada hasta el amanecer cuando ya estaba consumado el desastre.
   Los gemelos volvieron a la casa un poco antes de las tres, llamados de urgencia por su madre. Encontraron á Ángela Vicario tumbada bocabajo en un sofá del comedor y con la cara macerada a golpes, pero había terminado de llorar. «Ya no estaba asustada –me dijo-. Al contrario: sentía como si por fin me hubiera quitado de encima la conduerma de la muerte, y lo único que quería era que todo terminara rápido para tirarme a dormir.» Pedro Vicario, el más resuelto de los hermanos, la levantó en vilo por la cintura y la sentó en la mesa del comedor.
   -Anda, niña -le dijo temblando de rabia-: dinos quién fue.
   Ella se demoró apenas el tiempo necesario para decir el nombre. Lo buscó en las tinieblas, lo encontró a primera vista entre los tantos y tantos nombres confundibles de
este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con su dardo certero, como a una
mariposa sin albedrío cuya sentencia estaba escrita desde siempre.

   -Santiago Nasar -dijo.

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