CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA.
TEXTO 1
EL DÍA QUE lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a
las 5.30 de la mañana
para esperar el buque en que llegaba
el obispo. Había soñado que atravesaba
un bosque de higuerones donde caía una
llovizna tierna, y por un instante fue
feliz en el sueño, pero al despertar
se sintió por completo salpicado de cagada
de pájaros. «Siempre soñaba con
árboles», me dijo Plácida Linero, su madre,
evocando 27 años después los
pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana
anterior había soñado que iba solo en
un avión de papel de estaño que volaba
sin tropezar por entre los almendros»,
me dijo. Tenía una reputación muy bien
ganada de intérprete certera de los
sueños ajenos, siempre que se los contaran
en ayunas, pero no había advertido
ningún augurio aciago en esos dos sueños
de su hijo, ni en los otros sueños con
árboles que él le había contado en las
mañanas que precedieron a su muerte.
Tampoco Santiago Nasar reconoció el
presagio. Había dormido poco y
mal, sin quitarse la ropa, y despertó
con dolor de cabeza y con un sedimento de
estribo de cobre en el paladar, y los
interpretó como estragos naturales de la
parranda de bodas que se había
prolongado hasta después de la medianoche.
Más aún: las muchas personas que
encontró desde que salió de su casa a las
6.05 hasta que fue destazado como un
cerdo una hora después, lo recordaban
un poco soñoliento pero de buen humor,
y a todos les comentó de un modo
casual que era un día muy hermoso.
TEXTO 2
Bayardo San Román no entró, sino que empujó
con suavidad a su esposa hacia el interior de la casa, sin decir una palabra.
Después besó a Pura Vicario en la mejilla y le
habló con una
voz de muy hondo desaliento pero con mucha ternura.
-Gracias por todo, madre -le dijo-. Usted es
una santa.
Sólo Pura Vicario supo lo que hizo en las
dos horas siguientes, y se fue a la muerte con su secreto. «Lo único que
recuerdo es que me sostenía por el pelo con una mano y me golpeaba con la otra
con tanta rabia que pensé que me iba a matar», me contó Ángela Vicario. Pero
hasta eso lo hizo con tanto sigilo, que su marido y sus hijas mayores, dormidos
en los otros cuartos, no se enteraron de nada hasta el amanecer cuando ya
estaba consumado el desastre.
Los gemelos volvieron a la casa un poco
antes de las tres, llamados de urgencia por su madre. Encontraron á Ángela
Vicario tumbada bocabajo en un sofá del comedor y con la cara macerada a
golpes, pero había terminado de llorar. «Ya no estaba asustada –me dijo-. Al
contrario: sentía como si por fin me hubiera quitado de encima la conduerma de la
muerte, y lo único que quería era que todo terminara rápido para tirarme a
dormir.» Pedro Vicario, el más resuelto de los hermanos, la levantó en vilo por
la cintura y la sentó en la mesa del comedor.
-Anda, niña -le dijo temblando de rabia-:
dinos quién fue.
Ella se demoró apenas el tiempo necesario
para decir el nombre. Lo buscó en las tinieblas, lo encontró a primera vista
entre los tantos y tantos nombres confundibles de
este mundo y del
otro, y lo dejó clavado en la pared con su dardo certero, como a una
mariposa sin
albedrío cuya sentencia estaba escrita desde siempre.
-Santiago Nasar -dijo.
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