
Por fin, llegó [el capitán Alegría] a Somosierra, un pueblo de granito y pizarra que necesita el paisaje para ser hermoso. Llegó al atardecer, con un sol oblicuo y denso a sus espaldas que le permitió acercarse a la caseta del fielato* donde los guardianes del camino habían instalado sus reales. Allí estaban los soldados del ejército que había ganado la última batalla, con los uniformes, las botas, los tabardos y las armas que él había administrado tantos años. No sintió ni nostalgia ni arrepentimiento, pero sí melancolía.
Les
observó tras su difusa miopía durante horas, incluso cuando la noche se echó
encima y los soldados tuvieron que encender hogueras para iluminar el camino y
calentarse. Observó la parodia de un cambio de guardia, hecho al buen tuntún y
con una desgana que reflejaba más hastío que victoria.
Debió
de ser entonces cuando nació la reflexión que recogió en unas notas encontradas
en su bolsillo el día de su segunda muerte, la real, que tuvo lugar más tarde,
cuando se levantó la tapa de la vida con un fusil arrebatado a sus guardianes.
«¿Son
estos soldados que veo lánguidos y hastiados los que han ganado la guerra? No,
ellos quieren regresar a sus hogares adonde no llegarán como militares
victoriosos sino como extraños de la vida, como ausentes de lo propio, y se
convertirán, poco a poco, en carne de vencidos. Se amalgamarán con quienes han
sido derrotados, de los que sólo se diferenciarán por el estigma de sus
rencores contrapuestos. Terminarán temiendo, como el vencido, al vencedor real,
que venció al ejército enemigo y al propio. Sólo algunos muertos serán
considerados protagonistas de la guerra.»
Todos
los pensamientos y con ellos la memoria debieron de quedar sepultados bajo la
fiebre, bajo el hambre, bajo el asco que sentía de sí mismo, porque haciendo
acopio de la poca fuerza que aún le quedaba, arrastrándose ya, pues ni siquiera
incorporarse pudo en el último momento, se aproximó al cuerpo de guardia
lentamente, sin importarle el asombro y la repulsión que sintieron los soldados
al ver arrastrarse esos despojos.
Cuando
el llanto se lo permitió, dijo:
–Soy
de los vuestros.
Alberto Méndez, Los
girasoles ciegos (Primera derrota: 1939 o “Si el corazón pensara dejaría de latir”).
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