Rompecabezas

Rompecabezas
Así se forma el conjunto, uniendo, como en la música, el silencio con el sonido o, como en poesía, la ingeniería con el verso. (Despedida)

martes, 29 de abril de 2014

El amor en los tiempos del cólera






En esta casa no entrará nada que no hable–dijo.
Lo dijo para poner término a las argucias de su mujer, empecinada otra vez en comprar un perro, y sin imaginar siquiera que aquella generalización apresurada había de costarle la vida. Rermina Daza, cuyo carácter cerrero se había ido matizando con los años, agarró al vuelo la ligereza de lengua del marido: meses después del robo volvió a los veleros de Curazao y compró un loro real de Paramaribo que sólo sabia decir blasfemias de marineros, pero que las decía con una voz tan humana que bien valía su precio excesivo de doce centavos.
Era de los buenos, más liviano de lo que parecía, y con la cabeza amarilla y la lengua negra, único modo de distinguirlo de los loros mangleros que no aprendían a hablar ni con supositorios de trementina. El doctor Urbino, buen perdedor, se inclinó ante el ingenio de su esposa, y él mismo se sorprendió de la gracia que le hacían los progresos del loro alborotado por las sirvientas. En las tardes de lluvia, cuando se le desataba la lengua por la alegría de las plumas ensopadas, decía frases de otros tiempos que no había podido aprender en la casa, y que permitía pensar que era también más viejo de lo que parecía. La última reticencia del médico se desmoronó una noche en que los ladrones trataron de meterse otra vez por una claraboya de la azotea, y el loro los espantó con unos ladridos de mastín que no habrían sido tan verosímiles si hubieran sido reales, y gritando rateros rateros rateros, dos gracias salvadoras que no había aprendido en la casa.


(Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera)